Sus labios, recogieron la cereza de un rojo brillante oscuro, hundió los dientes en su carne, haciéndola explotar, esparciendo su sabor por toda la boca. Una explosión ácida que se transformó en dulce y que duró, apenas un instante, convirtiéndose entonces en una semilla juguetona e inquieta.
Entonces ocurrió: un deseo irrefrenable de tomar otra y otra y otra más, sé apoderó de sus sentidos y la mano se hundió entre ellas empezando de nuevo. Esbozó una sonrisa… tomó una cereza y la acercó a la boca de su pareja que la recibió de un modo sensual, acogiéndola con placer, y en ese momento el placer de uno se convirtió en disfrute de dos.
De la mirada picara se pasó a la sonrisa de medio lado y sentados en la mesa se introdujeron en el juego, uno frente a otro, absortos de todo lo que ocurría más allá de sus cuerpos. Y se alternaron y entre cereza y cereza se sintieron sin tocarse.